En Buenafortuna el frío se recrudeció ese invierno.
El nuevo año estaba a la vuelta de la esquina, con éste todas las buenas nuevas
que los políticos agoreros pronosticaban; pero para los marginales, tal situación poco
significaba.
Ese día, como
todos los demás, la plaza mostraba una imagen cotidiana: vendedores ofrecían su
mercancía, mendigos, seudoprofetas, gente hablando a gritos desde las vetustas ventanas
de sus casas y animales en busca de sobras.
En medio de esa escena
estaban dos hermanos vestidos con gabardinas desgarradas, zapatos rotos y
bufandas deshiladas. El mayor sostenía una caja asegurada a su cuello con un
cordón mientras el menor se friccionaba las manos para generar calor y observaba la caja, que seguía igual que cuando
salieran de casa esa mañana: llena. Ahí llevaban figuras de ornato elaboradas
por ellos mismos y que el hermano mayor trataba de vender con
desesperación.
Al avanzar el día
y ver que no vendían ni una sola, decidieron cambiar de lugar para probar
suerte aunque sabían que eso estaba prohibido, ya que cada marginal tenía
estipulada su área. Se atrevieron a quebrantar la regla porque su desesperación
fue mayor que su miedo: o lo hacían o no comerían.
El lugar lucía
prometedor, avanzaron con temor; no obstante, al ver que nada pasaba, sintieron confianza. Tardaron
un poco pero la suerte les sonrió, vendieron dos. En el momento en que el mayor estaba realizando la
tercera venta, un hombre salió de uno de los locales y al verlos ahí, comenzó a
reprenderlos con dureza a la vez que avanzaba hacia ellos; al darse cuenta de que
estaba dispuesto a todo, huyeron despavoridos.
Se inició una
persecución que hizo que el cordón de la caja se rompiera y cayera. No hubo
tiempo de pararse a recogerla, aunado a esto, las monedas obtenidas se salieron
por un agujero en la bolsa de la gabardina del mayor.
Su perseguidor no
estaba dispuesto a dejarlos salir indemnes, les daría una lección como ejemplo
para que ningún otro se atreviera a quebrantar las reglas.
Llegaron a la
avenida principal, corrieron tropezando con todo lo que había en ésta; avanzaron
tanto que de pronto se encontraron en la gran bifurcación de Buenafortuna, la
que dividía a la ciudad en dos.
Yendo por la
izquierda se hallaban las chabolas, los barrios en los cuales vivían los marginales,
por la derecha, lo prohibido. Su deseo de huir era tan grande que optaron por
el camino por el que sabían, no serían seguidos. El perseguidor al ver por dónde
le dieron, cesó de seguirlos, él también era un marginal, sabía que la ruta de
la derecha les estaba prohibida, se sintió satisfecho al saber que los chiquillos
recibirían un castigo por no respetar las reglas. Buenafortuna se diferenciaba
de las demás ciudades porque ahí ninguno quebrantaba los preceptos que la
regían, esos niños no serían la excepción.
Los hermanos quisieron dar vuelta pero
ahora estaban en el umbral del territorio de los protectores, las personas que se encargaban de
hacer que Buenafortuna funcionase con armonía y a los cuales, los marginales no
debían molestar o el orden se rompería.
Si no había vigías
en la entrada a ese lado era porque los protectores, conscientes del impacto de
su advertencia, no creían que alguno de ellos se atrevería a acercárseles. La
curiosidad los derrotó; sus mayores les hablaban de ese sitio como si de un mito
se tratase. Ahora sabían que era real y más que eso: conocerían la otra cara de
Buenafortuna.
Se acercaron a una
de las casas. Se asombraron por la elegancia y armonía reinante en el interior,
jamás habían visto personas tan bellas, perfectas y bien vestidas como esas. Los
habitantes de las chabolas, casi todos poseían defectos físicos o mentales, los
más afortunados, como ellos, no pasaban de tener una apariencia consumida
debido a la falta de una alimentación adecuada. Las ropas viejas y desgarradas
que usaban, contribuían a aumentar la apariencia que los caracterizaba.
Los protectores
muy poco se paraban por las chabolas pues temían contraer alguna enfermedad;
las pocas veces que los marginales recibían ayuda de éstos, se la
proporcionaban como si de animales se tratase, siempre procurando que se
mantuvieran a distancia. Los dejaban hacer su vida aparte, obviamente lejos de
ellos, sólo estaban al pendiente de que no surgieran rebeldes que pusieran en
peligro la tan envidiada estabilidad de Buenafortuna.
Ambos hermanos empezaban
a comprender que el mundo en el que habitaban los protectores, no los deseaba
en él, pero debido a la inocencia inherente a la infancia se negaban a creer
que todas esas personas fuesen tan malas como sus mayores les hacían creer.
Un delicioso olor
a comida llegó hasta ellos. No pudieron reprimir el impulso de saborearse los
exquisitos bocados que se imaginaron, serían servidos.
El más pequeño,
dio un suave tirón a su hermano. Cuando
captó su atención, señaló su estómago. Tenía hambre. Esa mañana al salir de su
casa sólo comieron pan duro y carne a punto de añejarse. El mayor lo miró, el
hambre también le estrujaba el estómago pero no podía hacérselo saber ya que
eso sólo incrementaría su desesperanza pues sabía que en su hogar, ningún
bocado los esperaba a menos que su madre hubiera tenido suerte. Ellos lo habían
perdido todo en la persecución; para ese entonces ya se había percatado de la
ausencia de las monedas.
-Pidamos algo -dijo el más pequeño con ese
característico acento infantil-. Son buenos.
El mayor sonrió.
También creía que lo eran pero no deseaba arriesgarse ya que si lo hacía y
descubría que estaba equivocado, el último reducto para su fantasía de un mundo
justo, desaparecería.
Para cuando
regresaron su vista a la ventana, un niño rubio de quizá doce años, al que no
habían visto hasta ese momento, los estaba escrutando con la mirada. Los
observó alternativamente para detenerse en el mayor. Por unos instantes ambos se
contemplaron retadores, algo en sus corazones les indicó que estaban destinados
a no poder convivir en armonía. Al menos en Buenafortuna.
El pequeño esbozó
una tímida sonrisa que no le fue devuelta. El rubio volvió a fijar su vista en
ambos, su rostro mostraba una mezcla de desaprobación y extrañeza, nunca había
visto personas tan feas como las que ahora contemplaba. Dedujo que debían ser los
tan aborrecidos marginales, esos de los que sus maestros les prevenían siempre,
a los cuales llamaban monstruos devoradores llenos de odio dispuestos a
eliminarlos al menor descuido.
Cuando el menor de
los hermanos le hizo un gesto al rubio indicándole que tenían hambre, y que él
entendió como “Te voy a devorar”, sus temores se confirmaron: efectivamente, los
marginales eran monstruos transformados en humanos.
Retrocedió con
temor, dijo algo a los mayores. Al instante, la hilaridad reinante en el
interior cesó, todos dirigieron su vista a la ventana, luego de que el
desconcierto momentáneo pasó, el mayor de ellos le indicó algo a un sirviente.
Los niños tenían
tanto miedo que no atinaban a moverse. Cuando la entrada se abrió, el sirviente
los miró con repugnancia debido al aspecto que tenían. Comenzó a azuzarlos para
que se fueran, su gesto se deformó por la ira, imaginaron que de un momento a
otro abandonaría su piel para dar paso a uno de los tan temidos y míticos
demonios, que, según decían sus mayores, eran en verdad los protectores.
-¡Me encargaré de ustedes
pordioseros! -dijo el sirviente
en tono furioso.
Huyeron.
Dentro de la casa,
los comentarios desaprobatorios en torno a lo sucedido, provocaron una acalorada plática donde, hasta a los pequeños
se les permitió expresar sus opiniones.
El rubio se
mantuvo alejado de los demás. Aunque joven, estaba destinado a ser gobernante de Buenafortuna. El confirmar que
los marginales eran tan malagradecidos, como para atreverse a romper las
reglas, traería consecuencias negativas para éstos durante su mandato o
inclusive, antes.
Por su parte, el mayor de los hermanos se
prometió que no más tendría un pensamiento amable para con los protectores, los
mayores tenían razón: eran malos, punto.
Quizá en él había
nacido ya el tan temido caudillo que sublevaría a los marginales para cambiar
después de tanto tiempo, la forma de Buenafortuna.
Es interesante: las visiones que cada personaje le da a su realidad y a la de los demás. Uno tiene estereotipos de lo que debe de ser, pero que no es en realidad.
ResponderBorrarMuy buena historia para entender el punto anterior. Abre un puente hacia la reflexión de las sociedades en general.
Muy bien Adriana.
Cuando la escribí todavía tenía fresca en mi memoria la lectura de Los miserables que me llegó muy profundo así como también pensé en una versión oscura de El príncipe y el mendigo.
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