domingo, 3 de julio de 2016

Eterno

Vista de la ciudad de Guanajuato
Xereus veía con nostalgia desde la ventana en la más elevada de las casas de la ciudad, la alegría desbordaba de las pocas personas que tenía en su campo de visión. Hacía años que llegara a Guanajuato. Aunque su tiempo en la ciudad era nada si se comparaba con el tiempo que tenía de existir. Su estancia en el lugar le estaba proporcionando los momentos más tranquilos de su existencia y es que, valiéndose a lo largo del tiempo de diferentes medios para pasar desapercibido, consiguió la paz tan anhelada; lejos de los suyos y sus complicadas reglas para la existencia. Como si la existencia no fuera por sí sola complicada.
Su nuevo hogar era lo más parecido al castillo que habitó en el pasado. No uno polvoriento como esos que tanto describían en la literatura que se volvieron clichés. El suyo era un hogar austero y melancólico pero no por ello menos acorde a la época.
Él era lo que los humanos llamaban “vampiro” pero no uno de los que chupan sangre o roban bebés. No, los vampiros no eran así, no precisaban de sangre o ritos extraños para mantenerse vivos, eran simplemente otra etnia como la amarilla o la blanca, con características físicas, psicológicas e idiosincráticas como cualquier etnia que se distinguía como única ante las otras. Quizá lo único que los alejaba del resto de sus coterráneos era que, desde la noche de los tiempos, hasta el día de hoy, habían permanecido ocultos.
Más que vampiros son Eternos, pero ni eso resultaba extravagante. Algunos eran ricos, otros muy inteligentes, unos más, quizá los mismos, habían llegado a la luna, cosa que los suyos jamás podrían ni intentarían, para ellos los misterios más grandes se hallaban en la tierra. En definitiva, resultaban iguales y la vez diferentes a cualquier humano.
Pasaban de las ocho de la noche, la callejoneada estaba por comenzar. A pesar de la distancia podía apreciar, más con la imaginación que con la vista, no sólo a la pintoresca y alegre estudiantina sino a todos los turistas que la acompañarían en su recorrido por los hermosos callejones de la ciudad. Cómo olvidar el más famoso: el callejón del beso.
Sabía de viva fuente, la historia de los desafortunados amantes: Ana, la patricia y Carlos, el plebeyo. Los convencionalismos sociales que originaron su desgracia a su parecer eran irrelevantes. Conocía los detalles de que sí y que no era verdad de lo que se contaba pero no era su deber divulgarlo.  
En alguna ocasión fue partícipe de esa caminata nocturna; ser extranjero en esa ciudad mexicana del Bajío le permitió apreciar con mayor delicadeza y minuciosidad la bohémica velada. Hasta llegó a sentirse como en casa, sobre todo cuando el grupo hacía su parada tradicional en la plazuela de San Roque, con ese sobrio estilo barroco que en un tris era capaz de transportar al espectador a lo más profundo del siglo XVII europeo. Tiempo que ahora le parecía como una sombra vaga de la eternidad.
Su panorámica le permitió apreciar el mercado Hidalgo, inaugurado en 1910 por ese presidente que fue más europeo que mexicano. Su particular forma a más de uno confundió puesto que la fachada era la de una iglesia. Arriba del mercado la luna parecía susurrarle sus secretos, invitándolo a él y a todos, como ya una reina lo dijera, al Amor. Pero qué era ese sentimiento, jamás lo había tenido y sabía que jamás lo tendría. Alguna vez hace mucho tiempo, lo intentó pero no podía saber si fue verdadero porque su apariencia tan magnética como atractiva, solía confundir a las personas.
En ocasiones se sentía cansando de esconderse tras el disfraz de mendicante para bajar a la ciudad pero su exterior, simétricamente perfecto, le parecía blasfemo al compararlo con el de cualquier humano.
Quería hacerse presente pero siendo él. Lo decidió, lo haría sólo que esperaría a que la noche estuviera en lo más profundo. Caminaría por esos enigmáticos túneles guanajuatenses sin temor a que ninguna criatura nocturna, humana o no, lo atacara.
Túneles
Cuando la hora propicia llegó, sólo le tomó un par de minutos pasar de los dichos a los hechos, tenía que aceptar que sus ventajas sobrenaturales le daban ciertos privilegios.
Sin pensarlo bajó las escaleras para entrar en el túnel. Olía a humedad, aroma que le pareció nostálgico; un automovilista pasó a una velocidad más alta de lo normal confiado del tráfico escaso.
Caminó sin medir el tiempo hasta llegar a donde el túnel se bifurcaba; un grito femenino lo detuvo. Corrió. Llegó pronto. Descubrió a una mujer tirada en el piso que era atacada por una sombra amorfa de ojos rojos, pero no era cualquier sombra, era la de una furia, espíritus encargados de castigar crímenes en la familia.
Rápido comprendió que su disertación acerca de espíritus vengativos debía dejarla para después, lo que importaba era salvar a la mujer.
Haciendo uso de sus ventajas sobrenaturales, algo que detestaba, espantó a la sombra. Los Eternos eran superiores a las criaturas que como ellos, permanecían ocultas.
Superiores, así quedó demostrado.
La mujer seguía sin levantarse del piso, tenía oculta su cara por un velo negro, sabía que era una humana ordinaria con un peso grande. La onda expansiva de su tristeza llegó hasta él.
–¿Estás bien?
Se inclinó para alzarle el velo y asegurarse de que así fuera. Cuando sus rostros quedaron al desnudo, se sorprendió. Ante él estaba la más humana de las mujeres. No poseía ni un matiz de belleza artificial. Su rostro aunque afligido por las heridas de la vida despedía una luz especial, sacra, como jamás la había visto en ninguna otra persona.
Sabía que cualquier humano la hubiera etiquetado de fea, pero él estaba más allá de las barreras de la piel. La sabía hermosa en una forma diferente que sólo un Eterno comprendería.
Fue un momento definitivo; comprendió que ese sentimiento que ella le ocasionó era amor. No supo cómo pero lo entendió. Sabía que se trataba de un minuto cósmico donde el universo le revelaba al elegido parte de sus secretos.
Ella no quería compartir sus sensaciones; parecía sorprendida por su apariencia atractiva, pero sorprendida era un término que no bastaba para describir su expresión. La palabra que más se acercaba a sus sensaciones era aterrorizada. De nada le sirvió que acudiera en su rescate pues para ella su rostro hermoso le recordaba el motivo de su tristeza.
Huyó.
Para Xereus una noche cualquiera se volvió la definitiva de su existencia. Jamás olvidaría esos ojos negros que por vez primera miraron más allá del cascarón físico. No le importó que sólo hubiera sido para demostrarle terror.

Por días no volvió a verla, su fugaz encuentro le inyectó una energía desconocida, tanto como para bajar a la ciudad con su penoso disfraz de mendicante y buscarla entre locales y extraños.
Le extrañó no escuchar de ella, no era una Eterna, lo sabía pero era lo más parecido entre los humanos, un gran misterio la envolvía. Su búsqueda le llevó semanas.
Una noche en que el dolor y la desesperación lo acometieron, como jamás a ningún mortal le hubiera sucedido, por tener en su contra a la eternidad, entró a la basílica de Nuestra Señora de Guanajuato, raramente abierta hasta tan noche.
Contrario a la creencia popular, un Eterno también necesitaba que su dios, el mismo de los mortales, escuchara sus plegarias. Creyó que oraría en soledad pero en las bancas cercanas al púlpito, escuchó el canto litúrgico de una mujer. Tuvo un presentimiento. Se acercó pero no tanto para que no se diera cuenta de su presencia.
Su voz era la de un ángel, su canto, entonado en una lengua antigua, que sabía, ningún guanajuatense dominaba, lo conmovió hasta hacerlo derramar tenues lágrimas que creyó, ya no poseía.
Era un canto de alabanza a su dios pero también de lamentación no sólo por los pecados personales sino en general, de la raza humana y quizá de la no humana. Sólo un ser lleno de misterio y poder podría arriesgarse a realizar una petición tan atrevida y esa mujer era demasiado humana.
Quiso acercársele pero notó su presencia. La mujer detuvo su canto para girar y buscar al que la interrumpió. Lo descubrió. Una vez más sus soledades convergieron en ese pequeño pedazo de universo. Ya no mostró el terror de la primera vez; no obstante lo que apareció en sus ojos negros fue peor: indiferencia.
–¡Espera! –tomó su brazo. Sintió la calidez de la que él carecía como cualquier Eterno–. ¿Dime cuál es tu nombre?
–S-suéltame –su tono fue de súplica, lo conmovió.
Ella huyó como era su costumbre, corrió para no ser atrapada.  Se suponía que según las reglas del universo, él era el arcano, el que debía ser estudiado o perseguido para debelar sus misterios pero no era así. Él, el Eterno perseguía desesperadamente a una humana que parecía no querer ser molestada. Una mujer más inatrapable que un fantasma.
Reaccionó.
No quería que terminara así. Imaginó que al ser una frágil humana, correría lento pero su desesperación le proporcionaba una fuerza desconocida.
Cuando salió al atrio sólo pudo percibir la estela de su olor dejada por la imperiosa huida cerca de la estatua de la paz frente a la basílica.
Fue tras ella. La mujer subió por la calle que llevaba a la alhóndiga. No se detuvo hasta que un enorme lobo saltó de lo alto del viejo edificio y le cerró el paso. Sus ojos rojos para nada eran de este mundo. Emitió un aullido lastimero.
Una vez más quiso acudir en su ayuda pero la mujer lejos de mostrar el temor que cualquier persona expresaría, se inclinó ante el animal.
–¡Perdón! ¡No quise hacerlo, lo amaba!
El animal gruñó amenazador, le lanzó un zarpazo que sólo alcanzó a rozarla porque Xereus la salvó. Ya no fue testigo de la pelea que se dio entre los dos porque se desvaneció.
Cuando abrió los ojos despertó en un lecho desconocido, descubrió al pie del mismo al hombre que la seguía; parecía absorto en la contemplación de sus rasgos indígenas. Notó que sus atavíos estaban atrapados en otra época, se abstuvo de hacer comentarios. Él no le importaba. Se volvió para darle la espalda, por qué se empeñaba en saber de ella.  
–Por favor dime quién eres –preguntó él con suavidad. Se sentó en el lecho, acarició sus largos cabellos negros.
–No presiones al destino. No estamos marcados para unir nuestras vidas –parecía cansada por algo que era ajeno e incomprensible.
–Déjame que sea yo el que lo decida.
–¡No! –se incorporó con dificultad del lado contrario al que él estaba–. Debo irme antes de que llegue por mí.
–¿Quién te persigue?
Lo miró con amargura.
–Tú sabes mejor de esa cosa que yo, debes conocer ya la naturaleza del espíritu que me persigue.
–Tú eres buena, ¿qué mal pudiste haber ocasionado? –lo dijo con contundencia como si la conociera de toda la eternidad. 
Evitó contestar, sólo acarició su vientre. Se acercó a la ventana, abrió los postigos, contempló las luces mortecinas de la ciudad. En ocasiones quería ser inmune al sufrimiento como esas seis musas griegas del teatro Juárez.
Escuchó el aullar lastimero de un lobo, lo imaginó en lo alto del mercado Hidalgo.  La estaba buscando y no descansaría hasta encontrarla, sabía que no tenía esperanza. Estaba pagando caro la penitencia por su pecado.
Basílica de Nuestra señora de Guanajuato
–Cuéntame tu historia. Deja que mi don te sirva.
La mujer acomodó un mechón de cabello negro tras su oreja, exhaló con resignación. Habló quedamente. Oh Eterno, no te gustará lo que escucharás.
–Mi nombre es Cristina. Estuve casada con un Eterno que trataba de ser un humano ordinario. En un principio, no sabía lo que él era pero pronto fui teniendo sospechas de que algo no estaba bien. Su inherente maldad a su pesar lo traicionaba.  Quedé embarazada, temí que ese producto hubiera heredado su perversidad. Tuve sentimientos encontrados, era mi hijo pero también un ser que podría ocasionar mucho dolor, mi inconsciente me abandonó a mis acciones porque acabé con la vida de ese niño que aún no nacía.  Ahí empezó mi calvario. Desconocía tantas cosas de un Eterno, entre éstas que a pesar de su larga vida, sólo tiene una oportunidad para procrear y yo se la arruiné. En cuanto su heredero murió, él se transformó, producto de una maldición atávica que los tiene como sabes, prisioneros. Desde entonces, se ha dedicado a perseguirme, no quiere acabar con mi vida, sólo busca torturarme.
–¿Detestas a los Eternos? –temía escuchar la respuesta.
–No. Sólo a aquellos que buscan lastimar a los otros aprovechándose de sus dones.
–Dame una oportunidad –pidió con humildad–, sólo te pido eso. Un Eterno inició tu castigo, otro Eterno puede acabar con éste.
–Tengo que irme.

Cristina estaba sentada en la plazuela de San Roque, frente a ella, la iglesia antigua parecía invitarla a cantar sus alabanzas. No lejos de ahí se ubicaba el callejón del beso, lugar donde Ana y Carlos, sellaran su amor y su destino. Su trágico final no hizo otra cosa que inmortalizar sus sentimientos, ella no quería que le pasara lo mismo. Había sido mucho tiempo de sufrimiento, sólo quería descansar. Ya no buscaba el amor, menos el de otro Eterno. Estaba maldita, lo estaría hasta el final de sus días. Así había sido escrito desde el inicio de su existencia.
Sabía que su amante Eterno la había elegido a ella porque al ser fea la sabría segura, incapaz de reclamar los derechos que como mujer tenía. Él imaginó, en una muestra del escaso conocimiento humano, que al sentirse inferior no le importaría a lo que fuese sometida.
Ya no volvería a creer en ningún Eterno.
En ninguno.
Comenzó a entonar su canto litúrgico. Necesitaba pedir perdón no sólo por sus acciones sino por la de los Eternos porque, aunque se molestaran por reprimirlo, estaban inclinados a la maldad.
No soy así… –Xereus sufría por Cristina. Lo sabía, era la compañera que durante toda la eternidad estuvo buscando. Ahora que la  había encontrado se negaba a aceptarlo, fustigaba su alma sin clemencia como si fuera culpable por todo lo que su raza hubiera hecho.
Jamás creyó sufrir por el amor, él que se creyó ajeno a los sentimientos humanos.
Cristina no prestó oído a su súplica, siguió cantando, su presencia no hacía sino reafirmar lo que creía de su raza.
El lobo apareció en la calle que daba al callejón del beso, sufrió una metamorfosis. Tomó la hermosa forma de un Eterno.
–Será mejor que te alejes de ella –dijo amenazante el Eterno.
Xereus aunque no fue testigo de la transformación, supo que esa era la verdadera forma de su perseguidor. Cuando un Eterno era herido, podía adoptar muchas formas, todas perniciosas para el infortunado que lo hubiese lastimado. Su corazón al sentirse lastimado, se transformó en una vengativa furia.
Así como el defecto de los mortales es la muerte, el de los Eternos es perder su esencia.
Cristina estaba condenada, sólo él podría salvarla.
Sin preámbulos comenzaron a pelear en un sensacional despliegue de habilidades no sólo físicas sino psíquicas ya que su dominio de la materia era innegable. Cristina seguía cantando, tenía miedo y cansancio. Sabía que su situación sólo podía terminar de una manera. Su dios se lo decía.
Los dos Eternos seguían su lucha en medio de la plazuela de San Roque ante un imperturbable Guanajuato que dormía plácidamente ajeno a la batalla épica de esos seres inmemoriales.
Xereus en un tris se vio en desventaja, el enojo de su contrincante lo ponía por delante de sus habilidades. Éste se transformó en la bestia amenazante para poner punto final a la contienda, ambos sabían que sólo un Eterno podía matar a otro. Xereus cayó al piso, el otro se preparó para dar el zarpazo definitivo cuando Cristina se interpuso.
Cuando las garras del animal desgarraron su piel, su alma comenzó a escapar. Xereus se sorprendió, el animal nuevamente tomó forma humana, desapareció. Sin querer su odio había sido saciado.
Cristina cayó en brazos de Xereus, él la acarició perplejo.
–¿Por qué? Pude haberte salvado.
–Te lo dije, no estábamos destinados a estar juntos –dijo con su último aliento.

Xereus contemplaba la ciudad de Guanajuato con la melancolía que lo caracterizaba. Se prometió que no volvería a experimentar una rapsodia amorosa como la vivida con Cristina porque aparte de todo, no podía. Ella desconocía tantas cosas de un Eterno, entre éstas que a pesar de su larga vida, sólo tiene una oportunidad de amar.
Ser Eterno no significaba tenerlo todo. Ser Eterno era su maldición. Castigados desde el inicio de los tiempos a vagar por la tierra, sin patria, sin amigos, sin familia. A codiciar muchas veces sin conseguir lo que para los humanos era sencillo de obtener y todo por seguir a aquél que quiso ser igual a Dios.

Mientras a unos les mandó un diluvio o el fuego del cielo a ellos los castigó con la eternidad.  

2 comentarios:

  1. Hola, Adriana. Par mi gusto, la historia, va muy ràpido. Quizàs la temática y los personajes merecen más y màs desarrollo. Pero como siempre me gustó mucho.

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