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Vista de la ciudad de Guanajuato |
Xereus
veía con nostalgia desde la ventana en la más elevada de las casas de la
ciudad, la alegría desbordaba de las pocas personas que tenía en su campo de
visión. Hacía años que llegara a Guanajuato. Aunque su tiempo en la ciudad era
nada si se comparaba con el tiempo que tenía de existir. Su estancia en el
lugar le estaba proporcionando los momentos más tranquilos de su existencia y
es que, valiéndose a lo largo del tiempo de diferentes medios para pasar
desapercibido, consiguió la paz tan anhelada; lejos de los suyos y sus
complicadas reglas para la existencia. Como si la existencia no fuera por sí
sola complicada.
Su nuevo hogar era lo más parecido al castillo que
habitó en el pasado. No uno polvoriento como esos que tanto describían en la
literatura que se volvieron clichés. El suyo era un hogar austero y melancólico
pero no por ello menos acorde a la época.
Él era lo que los humanos llamaban “vampiro” pero no
uno de los que chupan sangre o roban bebés. No, los vampiros no eran así, no
precisaban de sangre o ritos extraños para mantenerse vivos, eran simplemente
otra etnia como la amarilla o la blanca, con características físicas,
psicológicas e idiosincráticas como cualquier etnia que se distinguía como
única ante las otras. Quizá lo único que los alejaba del resto de sus
coterráneos era que, desde la noche de los tiempos, hasta el día de hoy, habían
permanecido ocultos.
Más que vampiros son Eternos, pero ni eso resultaba
extravagante. Algunos eran ricos, otros muy inteligentes, unos más, quizá los
mismos, habían llegado a la luna, cosa que los suyos jamás podrían ni
intentarían, para ellos los misterios más grandes se hallaban en la tierra. En
definitiva, resultaban iguales y la vez diferentes a cualquier humano.
Pasaban de las ocho de la noche, la callejoneada estaba
por comenzar. A pesar de la distancia podía apreciar, más con la imaginación
que con la vista, no sólo a la pintoresca y alegre estudiantina sino a todos
los turistas que la acompañarían en su recorrido por los hermosos callejones de
la ciudad. Cómo olvidar el más famoso: el callejón del beso.
Sabía de viva fuente, la historia de los
desafortunados amantes: Ana, la patricia y Carlos, el plebeyo. Los
convencionalismos sociales que originaron su desgracia a su parecer eran
irrelevantes. Conocía los detalles de que sí y que no era verdad de lo que se
contaba pero no era su deber divulgarlo.
En alguna ocasión fue partícipe de esa caminata
nocturna; ser extranjero en esa ciudad mexicana del Bajío le permitió apreciar
con mayor delicadeza y minuciosidad la bohémica velada. Hasta llegó a sentirse
como en casa, sobre todo cuando el grupo hacía su parada tradicional en la
plazuela de San Roque, con ese sobrio estilo barroco que en un tris era capaz
de transportar al espectador a lo más profundo del siglo XVII europeo. Tiempo
que ahora le parecía como una sombra vaga de la eternidad.
Su panorámica le permitió apreciar el mercado Hidalgo,
inaugurado en 1910 por ese presidente que fue más europeo que mexicano. Su particular
forma a más de uno confundió puesto que la fachada era la de una iglesia. Arriba
del mercado la luna parecía susurrarle sus secretos, invitándolo a él y a todos,
como ya una reina lo dijera, al Amor. Pero qué era ese sentimiento, jamás lo
había tenido y sabía que jamás lo tendría. Alguna vez hace mucho tiempo, lo intentó
pero no podía saber si fue verdadero porque su apariencia tan magnética como
atractiva, solía confundir a las personas.
En ocasiones se sentía cansando de esconderse tras el
disfraz de mendicante para bajar a la ciudad pero su exterior, simétricamente
perfecto, le parecía blasfemo al compararlo con el de cualquier humano.
Quería hacerse presente pero siendo él. Lo decidió, lo
haría sólo que esperaría a que la noche estuviera en lo más profundo. Caminaría
por esos enigmáticos túneles guanajuatenses sin temor a que ninguna criatura
nocturna, humana o no, lo atacara.
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Túneles |
Cuando la hora propicia llegó, sólo le tomó un par de
minutos pasar de los dichos a los hechos, tenía que aceptar que sus ventajas
sobrenaturales le daban ciertos privilegios.
Sin pensarlo bajó las escaleras para entrar en el
túnel. Olía a humedad, aroma que le pareció nostálgico; un automovilista pasó a
una velocidad más alta de lo normal confiado del tráfico escaso.
Caminó sin medir el tiempo hasta llegar a donde el
túnel se bifurcaba; un grito femenino lo detuvo. Corrió. Llegó pronto.
Descubrió a una mujer tirada en el piso que era atacada por una sombra amorfa
de ojos rojos, pero no era cualquier sombra, era la de una furia, espíritus
encargados de castigar crímenes en la familia.
Rápido comprendió que su disertación acerca de
espíritus vengativos debía dejarla para después, lo que importaba era salvar a
la mujer.
Haciendo uso de sus ventajas sobrenaturales, algo que
detestaba, espantó a la sombra. Los Eternos eran superiores a las criaturas que
como ellos, permanecían ocultas.
Superiores, así quedó demostrado.
La mujer seguía sin levantarse del piso, tenía oculta
su cara por un velo negro, sabía que era una humana ordinaria con un peso
grande. La onda expansiva de su tristeza llegó hasta él.
–¿Estás bien?
Se inclinó para alzarle el velo y asegurarse de que
así fuera. Cuando sus rostros quedaron al desnudo, se sorprendió. Ante él estaba
la más humana de las mujeres. No poseía ni un matiz de belleza artificial. Su
rostro aunque afligido por las heridas de la vida despedía una luz especial,
sacra, como jamás la había visto en ninguna otra persona.
Sabía que cualquier humano la hubiera etiquetado de fea, pero él estaba más allá de las
barreras de la piel. La sabía hermosa en una forma diferente que sólo un Eterno
comprendería.
Fue un momento definitivo; comprendió que ese
sentimiento que ella le ocasionó era amor. No supo cómo pero lo entendió. Sabía
que se trataba de un minuto cósmico donde el universo le revelaba al elegido
parte de sus secretos.
Ella no quería compartir sus sensaciones; parecía
sorprendida por su apariencia atractiva, pero sorprendida era un término que no
bastaba para describir su expresión. La palabra que más se acercaba a sus
sensaciones era aterrorizada. De nada le sirvió que acudiera en su rescate pues
para ella su rostro hermoso le recordaba el motivo de su tristeza.
Huyó.
Para Xereus una noche cualquiera se volvió la
definitiva de su existencia. Jamás olvidaría esos ojos negros que por vez
primera miraron más allá del cascarón físico. No le importó que sólo hubiera
sido para demostrarle terror.
Por
días no volvió a verla, su fugaz encuentro le inyectó una energía desconocida,
tanto como para bajar a la ciudad con su penoso disfraz de mendicante y
buscarla entre locales y extraños.
Le extrañó no escuchar de ella, no era una Eterna, lo
sabía pero era lo más parecido entre los humanos, un gran misterio la envolvía.
Su búsqueda le llevó semanas.
Una noche en que el dolor y la desesperación lo
acometieron, como jamás a ningún mortal le hubiera sucedido, por tener en su
contra a la eternidad, entró a la basílica de Nuestra Señora de Guanajuato,
raramente abierta hasta tan noche.
Contrario a la creencia popular, un Eterno también
necesitaba que su dios, el mismo de los mortales, escuchara sus plegarias.
Creyó que oraría en soledad pero en las bancas cercanas al púlpito, escuchó el
canto litúrgico de una mujer. Tuvo un presentimiento. Se acercó pero no tanto
para que no se diera cuenta de su presencia.
Su voz era la de un ángel, su canto, entonado en una
lengua antigua, que sabía, ningún guanajuatense dominaba, lo conmovió hasta
hacerlo derramar tenues lágrimas que creyó, ya no poseía.
Era un canto de alabanza a su dios pero también de
lamentación no sólo por los pecados personales sino en general, de la raza
humana y quizá de la no humana. Sólo un ser lleno de misterio y poder podría
arriesgarse a realizar una petición tan atrevida y esa mujer era demasiado
humana.
Quiso acercársele pero notó su presencia. La mujer
detuvo su canto para girar y buscar al que la interrumpió. Lo descubrió. Una
vez más sus soledades convergieron en ese pequeño pedazo de universo. Ya no mostró
el terror de la primera vez; no obstante lo que apareció en sus ojos negros fue
peor: indiferencia.
–¡Espera! –tomó su brazo. Sintió la calidez de la que
él carecía como cualquier Eterno–. ¿Dime cuál es tu nombre?
–S-suéltame –su tono fue de súplica, lo conmovió.
Ella huyó como era su costumbre, corrió para no ser
atrapada. Se suponía que según las
reglas del universo, él era el arcano, el que debía ser estudiado o perseguido
para debelar sus misterios pero no era así. Él, el Eterno perseguía
desesperadamente a una humana que parecía no querer ser molestada. Una mujer
más inatrapable que un fantasma.
Reaccionó.
No quería que terminara así. Imaginó que al ser una
frágil humana, correría lento pero su desesperación le proporcionaba una fuerza
desconocida.
Cuando salió al atrio sólo pudo percibir la estela de
su olor dejada por la imperiosa huida cerca de la estatua de la paz frente a la
basílica.
Fue tras ella. La mujer subió por la calle que llevaba
a la alhóndiga. No se detuvo hasta que un enorme lobo saltó de lo alto del viejo
edificio y le cerró el paso. Sus ojos rojos para nada eran de este mundo.
Emitió un aullido lastimero.
Una vez más quiso acudir en su ayuda pero la mujer
lejos de mostrar el temor que cualquier persona expresaría, se inclinó ante el
animal.
–¡Perdón! ¡No quise hacerlo, lo amaba!
El animal gruñó amenazador, le lanzó un zarpazo que sólo
alcanzó a rozarla porque Xereus la salvó. Ya no fue testigo de la pelea que se
dio entre los dos porque se desvaneció.
Cuando abrió los ojos despertó en un lecho
desconocido, descubrió al pie del mismo al hombre que la seguía; parecía
absorto en la contemplación de sus rasgos indígenas. Notó que sus atavíos estaban
atrapados en otra época, se abstuvo de hacer comentarios. Él no le importaba. Se
volvió para darle la espalda, por qué se empeñaba en saber de ella.
–Por favor dime quién eres –preguntó él con suavidad. Se
sentó en el lecho, acarició sus largos cabellos negros.
–No presiones al destino. No estamos marcados para
unir nuestras vidas –parecía cansada por algo que era ajeno e incomprensible.
–Déjame que sea yo el que lo decida.
–¡No! –se incorporó con dificultad del lado contrario
al que él estaba–. Debo irme antes de que llegue por mí.
–¿Quién te persigue?
Lo miró con amargura.
–Tú sabes mejor de esa cosa que yo, debes conocer ya la naturaleza del espíritu que me
persigue.
–Tú eres buena, ¿qué mal pudiste haber ocasionado? –lo
dijo con contundencia como si la conociera de toda la eternidad.
Evitó contestar, sólo acarició su vientre. Se acercó a
la ventana, abrió los postigos, contempló las luces mortecinas de la ciudad. En
ocasiones quería ser inmune al sufrimiento como esas seis musas griegas del
teatro Juárez.
Escuchó el aullar lastimero de un lobo, lo imaginó en
lo alto del mercado Hidalgo. La estaba
buscando y no descansaría hasta encontrarla, sabía que no tenía esperanza. Estaba
pagando caro la penitencia por su pecado.
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Basílica de Nuestra señora de Guanajuato |
–Cuéntame tu historia. Deja que mi don te sirva.
La mujer acomodó un mechón de cabello negro tras su
oreja, exhaló con resignación. Habló quedamente. Oh Eterno, no te gustará lo
que escucharás.
–Mi nombre es Cristina. Estuve casada con un Eterno que trataba de ser un humano
ordinario. En un principio, no sabía lo que él era pero pronto fui teniendo
sospechas de que algo no estaba bien. Su inherente maldad a su pesar lo
traicionaba. Quedé embarazada, temí que
ese producto hubiera heredado su perversidad. Tuve sentimientos encontrados,
era mi hijo pero también un ser que podría ocasionar mucho dolor, mi
inconsciente me abandonó a mis acciones porque acabé con la vida de ese niño
que aún no nacía. Ahí empezó mi
calvario. Desconocía tantas cosas de un Eterno, entre éstas que a pesar de su
larga vida, sólo tiene una oportunidad para procrear y yo se la arruiné. En
cuanto su heredero murió, él se transformó, producto de una maldición atávica
que los tiene como sabes, prisioneros. Desde entonces, se ha dedicado a
perseguirme, no quiere acabar con mi vida, sólo busca torturarme.
–¿Detestas a los Eternos? –temía escuchar la
respuesta.
–No. Sólo a aquellos que buscan lastimar a los otros
aprovechándose de sus dones.
–Dame una oportunidad –pidió con humildad–, sólo te
pido eso. Un Eterno inició tu castigo, otro Eterno puede acabar con éste.
–Tengo que irme.
Cristina
estaba sentada en la plazuela de San Roque, frente a ella, la iglesia antigua
parecía invitarla a cantar sus alabanzas. No lejos de ahí se ubicaba el
callejón del beso, lugar donde Ana y Carlos, sellaran su amor y su destino. Su
trágico final no hizo otra cosa que inmortalizar sus sentimientos, ella no
quería que le pasara lo mismo. Había sido mucho tiempo de sufrimiento, sólo
quería descansar. Ya no buscaba el amor, menos el de otro Eterno. Estaba
maldita, lo estaría hasta el final de sus días. Así había sido escrito desde el
inicio de su existencia.
Sabía
que su amante Eterno la había elegido a ella porque al ser fea la sabría segura, incapaz de reclamar los derechos que como
mujer tenía. Él imaginó, en una muestra del escaso conocimiento humano, que al
sentirse inferior no le importaría a lo que fuese sometida.
Ya no volvería a creer en ningún Eterno.
En ninguno.
Comenzó a entonar su canto litúrgico. Necesitaba pedir
perdón no sólo por sus acciones sino por la de los Eternos porque, aunque se
molestaran por reprimirlo, estaban inclinados a la maldad.
–No soy así…
–Xereus sufría por Cristina. Lo sabía, era la compañera que durante toda la
eternidad estuvo buscando. Ahora que la
había encontrado se negaba a aceptarlo, fustigaba su alma sin clemencia
como si fuera culpable por todo lo que su raza hubiera hecho.
Jamás creyó sufrir por el amor, él que se creyó ajeno
a los sentimientos humanos.
Cristina no prestó oído a su súplica, siguió cantando,
su presencia no hacía sino reafirmar lo que creía de su raza.
El lobo apareció en la calle que daba al callejón del
beso, sufrió una metamorfosis. Tomó la hermosa forma de un Eterno.
–Será mejor que te alejes de ella –dijo amenazante el
Eterno.
Xereus aunque no fue testigo de la transformación,
supo que esa era la verdadera forma de su perseguidor. Cuando un Eterno era
herido, podía adoptar muchas formas, todas perniciosas para el infortunado que
lo hubiese lastimado. Su corazón al sentirse lastimado, se transformó en una
vengativa furia.
Así como el defecto de los mortales es la muerte, el
de los Eternos es perder su esencia.
Cristina estaba condenada, sólo él podría salvarla.
Sin preámbulos comenzaron a pelear en un sensacional
despliegue de habilidades no sólo físicas sino psíquicas ya que su dominio de
la materia era innegable. Cristina seguía cantando, tenía miedo y cansancio.
Sabía que su situación sólo podía terminar de una manera. Su dios se lo decía.
Los dos Eternos seguían su lucha en medio de la
plazuela de San Roque ante un imperturbable Guanajuato que dormía plácidamente
ajeno a la batalla épica de esos seres inmemoriales.
Xereus en un tris se vio en desventaja, el enojo de su
contrincante lo ponía por delante de sus habilidades. Éste se transformó en la
bestia amenazante para poner punto final a la contienda, ambos sabían que sólo
un Eterno podía matar a otro. Xereus cayó al piso, el otro se preparó para dar
el zarpazo definitivo cuando Cristina se interpuso.
Cuando las garras del animal desgarraron su piel, su
alma comenzó a escapar. Xereus se sorprendió, el animal nuevamente tomó forma
humana, desapareció. Sin querer su odio había sido saciado.
Cristina cayó en brazos de Xereus, él la acarició
perplejo.
–¿Por qué? Pude haberte salvado.
–Te lo dije, no estábamos destinados a estar juntos –dijo
con su último aliento.
Xereus
contemplaba la ciudad de Guanajuato con la melancolía que lo caracterizaba. Se
prometió que no volvería a experimentar una rapsodia amorosa como la vivida con
Cristina porque aparte de todo, no podía. Ella desconocía tantas cosas de un
Eterno, entre éstas que a pesar de su larga vida, sólo tiene una oportunidad de
amar.
Ser Eterno no significaba tenerlo todo. Ser Eterno era
su maldición. Castigados desde el inicio de los tiempos a vagar por la tierra,
sin patria, sin amigos, sin familia. A codiciar muchas veces sin conseguir lo
que para los humanos era sencillo de obtener y todo por seguir a aquél que
quiso ser igual a Dios.
Mientras a unos les mandó un diluvio o el fuego del
cielo a ellos los castigó con la eternidad.
Hola, Adriana. Par mi gusto, la historia, va muy ràpido. Quizàs la temática y los personajes merecen más y màs desarrollo. Pero como siempre me gustó mucho.
ResponderBorrarGracias por leerme, lo tomaré en cuenta.
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